llenar un país de escuelas si ellas no desenvolvicran en los hombres esos nuevos sentimientos que les permitan mancomunar sus esfuerzos para aumentar lealimente la simpatía, la justicia y la solidaridad, restando siempre más al odio, sumando siempre más al amor? Enséñese a odiar el fraude en la vida política, en las relaciones económicas, en el trato mundano, es la intimidad del hogar y enséñese también a aborrecer la hipocresía y a no necesitar de confesionario. No serían mejores hombres los que desde niños aprendicran a sonrojarse de una mentira o de un engaño?
Frente a las encubiertas inmoralidades que nos rodoan, el ideal moral debe orientarse hacia su extinción progresiva. Veracidad en la palabra! ¡Sinceridad en la conduota! No decir mentiras, ni hacerlas; porque la falsia del carácter es peor que mentir, importa una mayor ofensa a la verdad misma. La sinceridad verdadera es la que refleja el pensamiento en las acciones, la que subordina la vida a una constante lealtad para consigo mismo, y no la que suele fingirse para atraer la confianza de los demás.
Virtud peligrosa, pretendon mmchos. Peligrosa? Para quien la practica, tal vez: para la sociedad es siempre benéfica. Un hombre sincero hace más bien que mil hipócritas, aunque éstos no se lo agradezcan. Y es tan común el hábito de la falsedad, tanto el apego a la mentira enguantada, que ciertas ingenuas sineeridades producen un efecto inesperado y dan escándalo. La manera infalible de asombrar a los que viven de engaños es de cirles una verdad, sencillamente, serenamente.
La verdad tiene un valor moral; las creencias y los actos son tanto más morales cuanto más verdad contienen. Una sociedad que obliga a vivir engañando, es inferior, primitiva: es una tertulia de enemigos embozados, dispuestos a beneficiarse de toda injusticia y a abusar de toda confianza ajena.