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traducirse así: reine la justicia, aunque se hundan todos los bribones que hay en el mundo. Es un principio valiente de derecho, que ataja todo camino tortuoso de insidias y violencias. Pero es preciso que se le entienda en su verdadero sentido; no debe considerarse como un permiso que se nos da para que hagamos uso de nuestro propio derecho con el máximo rigor-lo cual sería contrario al deber moral-, sino como la obligación que tiene el regente de no negar ni disminuir a nadie su derecho por antipatía o compasión.

Para ello es necesaria una constitución interior del Estado, adecuada a los principios del derecho, y además un estatuto que junte a las naciones próximas y aun remotas en una unión semejante a la del Estado, y cuya misión sea resolver los conflictos internacionales. Aquella frase proverbial significa, pues, esto: las máximas políticas no deben fundarse en la perspectiva de felicidad y ventura que el Estado espera obtener de su aplicación; no deben fundarse en el fin que se proponga conseguir el Gobierno; no deben fundarse en la voluntad, considerada como principio supremo aunque empírico-de la política; deben, por el contrario, partir del concepto puro del derecho, de la idea moral del deber, cuyo principio a priori da la razón pura, sean cualesquiera las consecuencias físicas que se deriven. El mundo no ha de perecer porque haya menos malvados. El malvado tiene la virtud, inseparable de su naturaleza, de destruirse a sí mis