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ción dogmática de los fundamentos de derecho.

Pero el principio transcendental de la publicidad del derecho público puede ahorrarnos toda discusión. Según este principio, pregúntese el pueblo mismo, antes de cerrar el contrato social, si se atreve a manifestar públicamente la máxima por la cual se reserva el derecho a sublevarse. Bien se ve que, si al fundarse un Estado, se pusiera la condición de que en ciertos casos podrá hacerse uso de la fuerza contra el soberano, esto equivaldría a dar al pueblo un poder legal sobre el soberano. Pero entonces el soberano no sería sobeiano, y si se pusiera por condición la doble soberanía, resultaría entonces imposible instaurar el Estado, lo cual sería contrario al propósito inicial.

La ilegitimidad de la sublevación se manifiesta, pues, patente, ya que la máxima en que se funda no puede hacerse pública sin destruír el propósito mismo del Estado. Sería preciso, pues, ocultarla. El soberano, en cambio, no necesita ocultar nada. Puede decir libremente que castigará con la muerte toda sublevación, aun cuando los sublevados crean que ha sido el soberano el que primero ha transgredido la ley fundamental. Pues si el soberano tiene conciencia de que posee el poder supremo irresistible y hay que admitir que ello es así en toda constitución civil, puesto que quien no tuviera fuerza bastante para proteger a los individuos unos contra otros, no tendría tampoco derecho a mandarles, no ha de preocuparse de que la publicación de su máxima destruya sus propó