No; no es esa la causa principal de nuestro descrédito. Es la confesión de atraso impotente que implica la prolongación de este régimen de cirugía política, debido, digámoslo con entereza, á la barbarie que no hemos sabido remediar, sino con la tijera del sastre y la trulla del albañil—dejando para más tarde ¡siempre para más tarde! la eliminación de su causa, que está, señores delegados, en el fondo mismo de nuestro sistema educacional. Es que el permanente desequilibrio de este sistema, nos impone, en política por ejemplo, la fisonomia anómala de pueblos compuestos por ciudadanos que siempre tienen derechos, pero deberes nó, sino cuando quieren. Y esto ya no es democrático, ni siquiera orgánico: es pura anarquía desbocada dentro de un fidalguismo de mala ley.
A cada momento nos quejamos de la falta de verdad institucional. Este es uno de los clichés de combate de nuestras prensas de oposición; pero ¿cómo se quiere, señores delegados, cómo se quiere que haya verdad institucional, si empieza por no haberla en el hogar, en la plaza pública, en la historia misma, y sobre todo en la educación, que ha de determinar las tendencias de los ciudadanos de mañana!
Haremos entonces obra de verdad institucional, democratizando el concepto fundamental de