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—Siga usted su camino, borracho, vagabundo gritó la cara. Si continúa usted pateando así mi puerta, voy á abrirla, para que salgan á recibirlo mis cuarenta y tres perros.

—Pues yo no he venido sino para que deje usted salir uno solo—le contesté.

H bre.

¡Vayase de aquí!—volvió á gritar el homTan es cierto como que Dios existe, tengo aquí al alcance de mi mano una avefría, y si usted no se vä, se la dejo caer encima.

T Pero yo necesito un perro!

—Ahora ya no discuto más rugió Mr. Sherman. —Váyase pronto, pues voy á contar hasta tres, y á la tercera, abajo la avefría.

—El señor Sherlock Holmes...comencé á decir; y mis palabras produjeron un efecto mágico. La ventana se cerró de golpe, y la puerta estaba abierta al cabo de un minuto.

Era el señor Sherman un viejo alto y flaco, los hombros prominentes, el cuello largo, y usaba anteojos azules.

—Los amigos del señor Sherlock Holmes son siempre los bienvenidos en mi casa—dijo.— Entre usted, señor. Cuidado con ese tejón, que muerde. «¡Ah! ¡Canalla, canalla! ¿Quieres morder al señor?» Y se dirigía á un armiño que sacaba la cabeza por entre los barrotes de la jaula. No tenga usted cuidado, señor: ese es un