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»El hombre del cuchillo adivinó probablemen»te mi pensamiento, pues en el instante me mur» muró al oído:

—No haga usted ruido. El fuerte está segu»ro. En este lado del río no hay ni uno de esos »perros rebeldes.

»En sus palabras se notaba el acento de la »verdad, y, además, en sus negros ojos leí que si »gritaba era hombre muerto. Esperé, pues, en »silencio, á ver lo que querían de mí.

—>Oigame usted, sahib—dijo el más alto de »los dos, el de mirada más terrible, aquel que »se llamaba Abdullah Khan.—O es usted de los »nuestros, ó lo hacemos callar para siempre. La cosa es demasiado grande para que dudemos un »instante. Si no nos jura usted sobre la cruz de »los cristianos estar en cuerpo y alma con nosDotros, su cadáver amanecerá en el río, y nosvotros nos pasaremos á nuestros hermanos del Dejército rebelde. No hay término medio. ¿Qué Descoge usted: la muerte ó la vida? No podemos »darle más de tres minutos para reflexionar, pues el tiempo pasa, y el asunto debe quedar concluido antes de que la ronda vuelva á pa»sar.

»¿Qué puedo decidir yo?—le dije ;—usted »no me ha dicho todavía si se trata de algo con»tra la seguridad del fuerte. En cuanto á esto,