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débilmente en disimular pasándose á cada rato la mano por la parte inferior de la cara.

A despecho de su impertinente calvicie, se conocía que todavía era joven, y en verdad acababa apenas de cumplir treinta años.

—Servidor de usted, señorita Morstan— dijo con voz alta y delgada.—Servidor de ustedes, caballeros. Les ruego que pasen á mi pequeño albergue. Un lugar reducido, señorita, pero amueblado á mi gusto. Un oasis de arte en este desolado desierto del Sur de Londres.

Todos estábamos admirados á la vista del departamento en que se nos invitaba á entrar. La habitación parecía, en aquella triste casa, un diamante de primeras aguas engastado en cobre. Cortinas y tapicerías de las más valiosas y elegantes cubrían las paredes, recogidas aquí y allá para dejar ver algún cuadro con marco riquísimo, ó algún vaso oriental. La alfombra, color ámbar y negro, era tan mullida y espesa, que el pie se hundía agradablemente en ella como en el verde musgo. Dos grandes pieles de tigre, tendidas al través de la alfombra, aumentaban la impresión del lujo oriental completada por una enorme pipa de las llamadas hookah, colocada en su estante en un rincón. La lámpara era una paloma de plata colgada en el centro de la habitación, de un alambre dorado, casi in-