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vó la mano al costado, se puso de color de tierra, y luego cayó de espaldas, rompiéndose la cabeza contra una esquina del cofre que encerraba el tesoro. Cuando corrí á auxiliarlo, vi horrorizado que estaba muerto.

Durante largo rato permanecí sentado, mcdio atontado, pensando en lo que haría. Mi primer impulso fué, naturalmente, pedir socorro; pero no pude menos de reconocer que todas las probabilidades iban á hacer que se me acusara de haberlo asesinado. Su muerte, ocurrida en el momente de una disputa, y la herida de la cabeza, seria pruebas rumadoras en mi contra.

Además, una investigación llevada á cabo por las autoridades, no podría menos de esclarecer algunos hechos relativos al tesoro, que yo tenía particular empeño en conservar en secreto.

Morstan me había dicho que ni una alma viviente sabía dónde estaba, y pensaba que tampoco había necesidad de que persona alguna lo supiera en adelante.

Todavía estaba sumido en mis reflexiones, cuando al alzar la cabeza, vi en la puerta á Lal Chowdar, mi sirviente, que entró rápidamente y cerró en seguida. No tenga usted miedo, sahib—me dijo;—nadie sabe que usted es quien lo ha muerto Escondamos el cadáver, y ¿quién va á adivinar después ?—Yo no lo he muerto—le