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nosotros con visible orgullo, por el efecto que su historia había producido; y á poco prosiguió su relato, entrecortado por las chupadas que daba á su sobrecargada pipa.

Tanto mi hermano como yo, nos sentimos, como ustedes se imaginarán, bastante sobreexcitados con motivo del tesoro de que nuestro padre nos había hablado. Durante semanas y meses excavamos y revolvimos del todas por partes jardín, sin descubrir su paradero.

Era para volverse loco pensar que la mención del escondrijo había estado en los labios de nuestro padre precisamente en el instante en que la muerte le hacía callar. Por el rosario podíamos juzgar el esplendor de las ocultas riquezas. Eso rosario fué causa de algunas pequeñas discusiones entre mi hermano y yo. Las perlas eran evidentemente de gran valor, y á él se le hacía duro deshacerse de ellas, pues, aquí para entre nosotros, mi hermano se inclinaba algo al defecto de que padecía mi padre. Decía también que, si enviáramos el rosario, el hecho podía dar lugar á habladurías y causarnos algún trastorno. Todo lo que conseguí fué persuadirlo do que debía dejarme averiguar la dirección de la señorita Morstan y enviarle, de una en una, las perlas desprendidas del rosario, con interva-