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veces alegre, otras triste; pero nunca le vi una cara como la que tiene hoy.

Sherlock Holmes tomó la lámpara y él fué quien rompió la marcha, pues Tadeo Sholto estaba que los dientes parecían bailarle dentro de la boca. De tal modo temblaba, que para subir las escaleras tuve yo que sostenerlo, poniéndole una mano bajo el brazo: las rodillas se le doblaban. Por dos veces durante nuestra ascensión, Holmes sacó su lente del bolsillo y examinó cuidadosamente ciertas manchas de la estera que cubrían el contro de la escalera: á mí me parecieron simples manchas de barro, sin forma alguna. Mi amigo subía lentamente, escalón por escalón, manteniendo la lámpara bien baja y dirigiendo la mirada á derecha é izquierda. La señorita Morstan había quedado atrás con la asustada ama de llaves.

La tercera escalera terminaba en un comedor, recto y bastante largo, en cuyo lado derecho había un gran cuadro pintado en tela de la India, y en el izquierdo tres puertas. Holmes avanzó por él de la misma manera lenta y metódica, y nosotros dos lo seguimos de cerca:

nuestras sombras, altas y negras, se balanceaban por el corredor. La puerta adonde íbamos era la tercera. Holmes golpeó en ella sin obtener respuesta, y entonces trató de dar vueltas