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LA VENIDA DEL MESIAS

ruina de sí mismos[1]. Y desde entónces hasta aora, siempre se ha notado en estos hombres inestables una de dos cosas: eso es, que, ó han alterado y corrompido el testo, añadiendo ó quitando alguna palabra, ó si esto no han podido, a lo menos impunemente se han ostinado no obstante en negar que el testo dice lo mismo que dice, y lo que lee al punto el que sabe leer. ¿Y por qué todos estos esfuerzos, sino por miedo de la letra? ¿Por qué tanto miedo á la letra, sino porque debe caer y desvanecerse infaliblemente su opinion, si se cree y admite lo que dice la letra? Luego no es la letra la que los ha hecho errar.

19 No hablo aora de aquellos otros inestables que han combatido otras verdades, las cuales aunque no constan claramente de la Escritura, no por eso dejan de serlo; y este es todo su argumento. No constan claramente de la Escritura: luego no son verdades: luego se pueden negar y despreciar sin escrúpulo alguno. ¡Pésima consecuencia! Se les responde: porque fuera de aquellas infinitas verdades, que constan claramente de la Escritura, segun la letra, hay todavia algunas otras que recibió la Iglesia por la viva voz de sus primeros maestros, los cuales las recibieron del mismo modo por la viva voz del hijo de Dios ya resucitado, apareciéndose por cuarenta dias, y hablandoles del reino de Dios[2], y tambien por inspiracion del Espíritu santo que en ellos habitaba; las cuales verdades ha conservado siempre fiel y constantemente desde sus principios: siempre las ha creido, las ha enseñado, las ha practicado pública y universalmente en todas partes, y en todos tiempos, sin interrupcion ni novedad sustancial, como son estas cinco principales; primera, el símbolo de su fe: segunda, los siete sacramentos: tercera, la gerarquía: cuarta, la perpetua virginidad de la santísima Madre del Mesías: quinta, la Escritura misma, como aora la tenemos, sin mas variedad que

  1. Quæ indocti, et instabiles depravant,.... ad suam ipsorum perditionem.—2 Pet. Ep. iii, 16.
  2. Per dies quadraginta apparens eis, et loquens de regno Dei.—Act. i, 3.