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necesidades, que la avispa cartonera, que el abejorro velludo, las Meliponas y las Trigonas de Méjico y del Brasil—aunque las circunstancias y el objeto sean semejantes,—llegan á resultados muy diferentes y manifiestamente inferiores.

Podría decirse, también, que si las celdas de la abeja obedecen á la ley de los cristales, de la nieve, de las pompas de jabón y de los guisantes hervidos de Buffon, obedecen al propio tiempo, por su simetría general, por su disposición en dos capas opuestas, por su inclinación calculada, etc., á muchas otras leyes que no se encuentran en la materia.

Podría agregarse que, también, todo el genio del hombre consiste en cómo saca partido de necesidades análogas, y que si esa manera nos parece la mejor posible, es porque no hay juez alguno por arriba de nosotros. Pero bueno es que estos razonamientos se desvanezcan ante los hechos, y para poner de lado una objeción sacada de un experimento, nada vale tanto como otro experimento.

Con el fin de convencerme de que la arquitectura exagonal estaba realmente inscripta en el cerebro de la abeja, recorté y quité un día del centro de un panal, en un sitio en que al mismo tiempo había huevecillos y celdas llenas de miel, un disco del tamaño de una moneda de un peso. Cortando luego el disco por el medio del espesor de su circunferencia, en el punto en que se unen las bases piramidales de las celdas, apliqué sobre la base de una de las dos secciones obtenidas así, una redondela de estaño