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ramos dónde se encuentra, sino con las pequeñas verdades que entrevemos. Si alguna casualidad, algún recuerdo, alguna pasión, un motivo cualquiera en una palabra, hace que un objeto se muestre á nosotros más hermoso que á los demás, que ese motivo nos sea grato. Quizá no sea más que error: el error no impide que cuando el objeto nos parece más admirable, sea precisamente el momento en que tenemos más probabilidades de vislumbrar su verdad. La belleza que le atribuimos dirige nuestra atención á su hermosura y su grandeza reales, que no son fáciles de descubrir y se encuentran en las relaciones necesarias de todo objeto con leyes, con fuerzas generales y eternas. La facultad de admirar que hayamos hecho nacer á propósito de una ilusión, no se perderá para la verdad que ha de llegar tarde o temprano. Con palabras, con sentimientos, con el calor desarrollado por antiguas bellezas imaginarias, la humanidad acoge hoy verdades que quizá no hubieran nacido ni hubieran podido encontrar medio propicio si esas sacrificadas ilusiones no hubiesen comenzado por habitar y confortar el corazón y la razón á que las verdades van á descender. ¡ Felices los ojos que no necesitan de la ilusión para ver que el espectáculo es grande ! La ilusión es la que enseña á los demás á contemplar, admirar, y regocijarse. Y por alto que miren, nunca mirarán demasiado arriba. Al acercársele, la verdad se eleva; al admirarla, uno se le aproxima. Y por alto que se regocijen, nunca