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soledad. La acumulación, la ciudad, desprende para ella un alimento invisible tan indispensable como la miel. A esa necesidad hay que remontar para fijar el espíritu de las leyes de la colmena. En la colmena, el individuo no es nada, no tiene más que una existencia condicional, no es más que un momento indiferente, un órgano alado de la especie. Toda su vida es un sacrificio total al ser innumerable y perpetuo de que forma parte. Es curioso comprobar que no siempre ha sido así. Aún hoy se encuentran entre los himenópteros melíferos, todos los estados de la civilización progresiva de nuestra abeja doméstica. En lo más bajo de la escala, trabaja sola, en la miseria; á menudo ni siquiera ve su descendencia (las Prosopis, las Coletas, etc.) á veces vive en medio de la escasa familia anual que se crea (los Abejorros). Forma en seguida asociaciones temporarias, (los Panurgos, los Dasipodos, los Halitos, etc.), para llegar por fin, de grado en grado, á la sociedad casi perfecta pero implacable de nuestras colmenas, en que el individuo es completamente absorbido por la república, y en que la república es, á su vez, regularmente sacrificada á la ciudad abstracta é inmortal del porvenir.

VIII

No nos apresuremos á sacar de estos hechos conclusiones aplicables al hombre. El hombre tiene la facultad de no someterse å las leyes de