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blemente por las calles, amontonándose en torno de ciertos edificios, ó en ciertas plazas, aguardando quién sabe qué, sin movimiento aparente, en el fondo de sus habitaciones, deduciría también que son inertes y miserables. Sólo á la larga se deslinda la actividad múltiple de esa inercia.

La verdad es que cada una de esas pequeñas bayas casi inmóviles, trabaja sin descanso y ejerce un oficio diferente. Ninguna de ellas conoce el reposo, y las que, por ejemplo, parecen más dormidas y cuelgan contra los vidrios en muertos racimos, tienen la tarea más misteriosa y abrumadora: forman y secretan cera. Pero pronto hemos de encontrarnos con el detalle de esta unánime actividad. Por el momento basta llamar la atención sobre el rasgo esencial de la naturaleza de la abeja, que explica el amontonamiento extraordinario de ese trabajo confuso.

La abeja es ante todo, y aún más que la hormiga, un ser de muchedumbre. Sólo puede vivir en montón. Cuando sale de la colmena, tan atestada que tiene que abrirse á cabezazos su camino por las paredes vivientes que la encierran, sale de su elemento propio. Se sumerge un instante en el espacio lleno de flores, como se sumerge el nadador en el océano lleno de perlas ; pero, bajo pena de muerte, es menester que á intervalos regulares vuelva á respirar la multitud, lo mismo que el nadador sale á respirar el aire.

Aislada, provista de víveres abundantes, y en la temperatura más favorable, expira al cabo de pocos días, no de hambre ni de frío, sino de