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tas de las flores, á las horas más felices del año.

Son el alma del estío, el reloj de los minutos de abundancia, el ala diligente de los perfumes que se exhalan, la inteligencia de los rayos de luz que se ciernen, el canto de la atmósfera que se despereza y descansa, el murmullo de las claridades que palpitan, y su vuelo es el signo visible, la nota convencida y musical de las pequeñas alegrías innumerables que nacen del calor y viven en la luz. Hacen comprender la voz más íntima de las buenas horas naturales. Para quien las ha conocido, para quien las ha amado, un estío sin abejas parece tan desdichado y tan imperfecto como si careciera de pájaros y de flores.

XIV

El que asiste por primera vez al episodio ensordecedor y desordenado de la enjambrazón de una colmena bien poblada, se ve bastante desconcertado, y no se acerca sin temor. Ya no reconoce á las serias y apacibles abejas de las horas laboriosas. Las había visto momentos antes, llegar de todos los rincones de la campiña, preocupadas como burguesitas á quienes nada podría distraer de las tareas del hogar. Entran casi inadvertidas, abrumadas, jadeantes, atareadas, agotadas pero discretas, saludadas al pasar con un ligero movimiento de antenas por las jóvenes amazonas de la entrada. Cuando mucho cambian tres ó cuatro palabras, probablemente indispensables, al entregar apresuradamente su