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la reina ese porvenir. Así, frecuentemente se ve, cuando la reina virgen realiza la peligrosa ceremonia del vuelo nupcial, que sus vasallas, temerosísimas de perderla, la acompañan en su trágica y lejana recuesta del amor, de que hablaré en seguida, cosa que no hacen nunca cuando se ha cuidado de darles un fragmento de panal con celdas de huevecillos, en las que hallan la esperanza de criar otras madres. El cariño puede, también, convertirse en furor y en odio, si la soberana no cumple todos sus deberes hacia la divinidad abstracta que llamaríamos la sociedad futura y que conciben más vivamente que nosotros. Ha sucedido, por ejemplo, que los apicultores impidieran, por diversas razones, que la reina se reuniera al enjambre, deteniéndola en la colmena por medio de un enrejado por cuyas finas mallas podían pasar sin sospefeliz al hallarse entre otras abejas y, hambrienta, acepta ávidamente los alimentos que se le ofrecen. Las obreras, engañadas por esta confianza, no investigan, se imaginan probablemente que ha vuelto la antigua reina, y la acogen con alegría. Parece resultar de este experimento que, contra la opinión de Huber y de todos los observadores, las abejas no son capaces de reconocer á su reina. Sea como sea, las dos explicaciones, igualmente plausibles—aunque quizá se encuentre la verdad en nuestra tercera que aún no hemos conocido,—demuestran una vez más cuán compleja y obscura es la psicología de la abeja. Y de ésta, como de todas las cuestiones de la vida, no hay más que una conclusión que sacar que es necesario, mientras no tengamos algo mejor, que la curiosidad reine en nuestro corazón.