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puertas de la ciudad se abren al mismo tiempo bajo un empuje repentino é insensato, y la negra muchedumbre se evade ó más bien brota de ellas, según el número de aberturas, ora en doble, ora en triple, ora en cuádruple chorro directo, tendido, vibrante y continuo, que se esparce y se extiende en seguida en el espacio, como una red sonora tejida por cien mil alas exasperadas y transparentes. Durante algunos minutos la red flota encima del colmenar con un prodigioso murmullo de diáfanas sedas, que mil y mil dedos electrizados rasgaran y recosieran sin cesar. Ondula, vacila, palpita, como un velo de júbilo, que invisibles manos sostuvieran en el cielo, plegándolo y desplegándolo desde las flores hasta el azur, å la espera de una llegada ó de una partida augusta. Por fin uno de los extremos desciende, otro se eleva, las cuatro puntas llenas de sol del radioso manto que canta se reunen, y semejante å uno de esos tapices inteligentes que, para realizar un deseo atraviesan el horizonte en los cuentos de hadas, se dirige todo entero, plegado ya, para cubrir la presencia sagrada del futuro, hacia el tilo, el peral ó el sauce en que la reina acaba de detenerse como un clavo de oro, del que cuelga una por una sus ondas musicales, y en torno del cual envuelve su tela de perlas iluminada de alas.

En seguida renace el silencio, y aquel vaste tumulto, y aquel velo temeroso que parece urdido con innumerables amenazas, con innumerables cóleras, y aquella ensordecedera granizaVIDA DE LAS ABEJAS .—6