pas rojas, y que más parecen producir luz que reflejarla, deben conservar su brillo sobre el símbolo que matizan. Sólo yo sé la historia de las piedras ; escuchadla :
«Un arminio más blanco que las margaritas del valle Hazn es creador de los rubíes más rojos que la sangre. Vosotras sabéis que los arminios son en verano parduscos, con un matiz rojizo, y que en invierno se transforman en copos de albura. El arminio de mi cuento se miraba con náuseas en una fuente, mientras el sol estival abrasaba el aire. Vino el invierno, buscó nuevamente el espejo, y más niveo que el cisne de la canción de Antar, miróse en la linfa que exhaló un murmurio de bienvenida. Después la fuente se heló, empañando las imágenes de los árboles. El sueño del arminio fué entonces esperar el verano, sin alejarse de los bordes del agua. Creía inmortal su belleza y deseaba, en combate quimérico, vencer a la nube que tanto le había hecho sufrir, con el indiferente desdén de un vuelo inaccesible. Ambicionaba verse reflejado en la fuente al mismo tiempo que el celaje, juntando así, al azar, las blancuras del cielo y de la tierra.
»Un día llegaron dos cazadores. Comprendió lo inútil de toda defensa y decidióse por la huida. Sus uñas temblaban con furor en los tena-