res de los dedos. Eetirándose siempre, halló la ruta obstruida por un charco ; cruzarle podía ser su salvación, pero pensó en la fuente, evocó el estío, contempló a su rival, la nube : estremecióse horrorizado y se decidió a morir sin que el cieno lo manchase. Los cazadores se llevaron la piel para exornar una capa de ceremonia o una saboyana de guerra ; entonces apareció un genio. Había presenciado la escena desde un anamún de Hedjas, cubierto de frutos rojos, y recogió gotas de sangre del arminio, en partículas de tierra que formaban coágulos. Se fué y cuidadosamente en su cueva ocultó el extraño depósito.
«Vino la primavera y sonrió la vida ; el genio conocía la fuente. Un turpial cantaba en el contiguo ciprés, que, siendo árbol, era en aquella estación un altar, y que, siendo triste, parecía misterioso. El genio saludó al pájaro ; tomó los grumos de tierra parduscos y rojizos, y los echó al agua. Tambaleantes, bogaron un momento; por último, dejaron de flotar, como si cesaran de estar muertos, y se hundieron con un brillo perceptible en el diáfano cristal. Allá en la serenidad levemente turbada, rejuvenecieron como en gruta maravillosa. Kayos de sol atraídos por el milagro, filtráronse sin atreverse a tocarlos, y la transparencia se animó auriful-