desierto bendijo el destierro, sin extrañar el libre viento, ni el horizonte grandioso. Días de júbilo con so], sabéis cómo el hombre bendijo a la doncella y la vida. Noches estrelladas, sabéis cómo el poeta bendijo a Dios, al amor y el misterio.
La virgen alejaba las enfermedades ; su juventud parecía inmortal ; la vejez la hubiera respetado. El trueno habló y la muerte se vistió de rayo. Tanta belleza en la tierra era, quizás, un desafío al cielo.
Los ancianos sentían por ella el esplendente espectro de su juventud, vistiéndose de carne y piel, de nervios y de gracia ; por eso, al verla, lloraban con tristeza. Al contemplarla los jóvenes, querían conquistar imperios ; yo sentí en mi alma, al saberla mía, todos los imperios del mundo conquistados.
Era más flexible que la palma, más dorada que el trigo, más dulce que el dátil, más perfumada que la rosa. Para reconciliarse con el mundo, ¿cuáles plantas, flores y simientes hubiera debido crear con su lluvia la nube que la mató con su rayo?
Su muerte fué mi muerte. La vida se me apareció sin un manantial capaz de ofrecer, con un reflejo del cielo, reparadora frescura. El relámpago que alumbró su rayo concentró para