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bu de los taghlibs y los que dejaban la ciudad de Ancyra camino del país de Tayma.

Ahora bien ; en la anterior estación dos jóvenes confundieron sus quejas al murmurio de las hojas. «La flor de nuestro rostro — suspira- ban — se marchitó en la angustia y no se evapora el rocío de nuestro llanto.» Callaron, y, en su silencio, las lágrimas mudas corrían cual de de fuente inagotable. El sol se inclinó ; las jóvenes dijeron : «Sigamos nuestra ruta y que no reposen nuestros pies hasta llegar a Tayma. Allí, desconocidas, nadie nos avergonzará diciendo : esas túnicas cubren sangre de ignominia ; arrojad de vuestra frente la corona de las vírgenes...» Las hermanas se alejaron. Eran las dos, al caminar, semejantes como las sombras producidas por la misma palmera en los cambios del sol, y se inclinaban al peso de su dolor, flexibles como ramas que ocultan entre las hojas los frutos que las doblegan.

De la viña sobre cuyas raíces habían llorado, dieron, después de un tiempo, vino al príncipe Barc Wail. Ya los convidados no mostraban el negror de las encías : lavadas por el beber y libres de la pintura, descubríanse rojas como los rostros encendidos, cuando Dhobyami, copero mayor, dijo al amo : «He aquí de la vid que conocen los viajeros de tu reino ; para ellos da