seaba como un león soberano del bosque, y como un león tenía los ojos llenos de mansedumbre. Su júbilo, a veces, era un estallido triunfal, y el arroyo se transformaba a su contacto en el Kaussar del Paraíso, reflejando la selva entre mirajes de ensueño.
Alá dispuso, al fin, que su felicidad cesase. Se anunció la primavera, y hombres y mujeres acudieron a sorprenderle en su gruta. El poeta se adelantó, dejando su arco, para tomar su zemmara y se inmutó viendo avanzar un kallatín de púrpura. Su asombro creció cuando vio un alto busto cubierto por un velo : era el de la reina de la contigua comarca.
«Salud — exclamó el poeta, — oh tú, que adelantas con el ritmo de un collar prendido al esbelto cuello de una joven camella ! Salud ¡ oh reina ! ¡ Quién pudiera, en la languidez de tus ojos, ver reflejada la admiración con que los míos te abrazan !»
De la forma oculta por el velo se oyó la palabra : «¡ Salve a ti, que, stendo la armonía condensada en la voz del hombre, unes la flor y el astro ! Dicen que la primavera mana de tu boca, y el ansia de contemplar el prodigio es ambición de mi alma...» Y la reina oyó el himno y no vio estallar los brotes y crecer las hojas ; pero sintió fluida onda de ternura, con un