ve aquí la paz?» — dijo. — aVive — replicóle el astrólogo — y se corona con mis astros.»
Masrur, aprovechando la hospitalidad, vivió allí un invierno. Luchó desesperadamente con su enfermedad moral. Se le hubiese creído curado, por la aparente paz de su rostro, y el jardinero le decía a menudo : «Las cosas pequeñas, las flores, y las cosas grandes, los astros, tienen un espíritu divino ; sus fraternales colores cambian luces y perfumes, y su estudio y su cultivo hacen esperar tranquilamente la muerte hasta ir a confundirse con los astros, cubierto de flores...» Y vino la primavera, y con ella imponderables noches. Eealmente, el huerto era un cielo volcado de estrellas sin luz, y el cielo un jardín de flores resplandecientes.
Y una vez el sabio exclamó : «¿No aspiras, hermano, en esta paz, el alma revolante del jardín, exhalada al contacto de las tibias brisas? ¿No sientes a las constelaciones inclinándose para mirarnos con bondad? ¿No ves así en el universo una correspondencia entre los astros que se acercan y nuestras almas que ascienden más allá de la torre, como sube de la tierra a nuestra cumbre el aliento de rosas, cinamomos y azucenas?...» En tanto, Masrur sentía en su alma la influencia dominante de la noche. La voz de la muerta animaba las flores y encen-