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Dos días han pasado, y los monjes del convento del Norte llegan. El anacoreta, que da el último toque al fresco, se separa. En un templo de Egipto, antiguo amo de Israel, que vio la infancia de Jesús, ha nacido en su virilidad el único y verdadero Dios. No lanza el anatema, ni esgrime el rayo : en actitud de bendecir, sonríe, y ante su divino rostro de misericordiosa dulzura, los monjes, en vez de orar, cantan, con los ojos llenos de lágrimas.

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Sobre el paisaje contemplado por Macario veremos, después de varios siglos, la caricia del crepúsculo. La sombra, cubriendo las armonías de la luz, al amortajar los colores que absorbe, parece más piadosa. El día muere en el agua, en el monte y en el alma, despertando ideas que, al expirar, cantan en silencio. Las estrellas surgen entre las hojas de acacias bañadas por el Nilo, y son las espigas de oro que sueña el valle fecundo al dormirse en la noche : bajo su esplendor, nosotros tenemos también un sueño.