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chazo de un clarín pasa como un relámpago del naciente día. A Bonaparte le rodean sus ayudantes. Al salir, contempla las divisiones de Kégnier y Dessaix, Eampon y Dugua, Vial y Bon, forjando un abismo de muerte en herradura de fuerza. Los brazos se erizan con el soplo del alba y tiemblan las armas : las dianas dardean sus clamores tonantes y las almas se templan. La caballería mameluca se estremece a la distancia, impaciente por la defensa de su vida y de su casa. Las últimas neblinas se desgarran. Las pirámides resplandecen entre los velos evaporados por el sol, y surgen rosadas, rejuvenecidas, al reflejar la aurora. Bonaparte galopa en su caballo, detiénese, tiembla en su acento una emoción intensa, y con ebriedad profunda : «¡ Soldados ! — grita : — pensad que de lo alto de esas pirámides os contemplan cuarenta siglos» .

El conquistador no ha pensado en la otra cosa que lo mira : el río Nilo, más viejo que la Esfinge ; y no oye tampoco su voz, que saluda el día, como en los tiempos de Menes o de Alejandro, murmurando su oración de todas las mañanas :

«El Egipto es mi don al mundo. Yo he formado el Delta, y el Oasis es hijo de mis entrañas. Los hombres primitivos me creyeron de