influjo han hecho misteriosa la neta y seca perfección de los triángulos. El sol se ha puesto resplandeciendo en una cara de la de Cheops. Toda ella se espeluzna después de perder el pulimento de sus lisas superficies, con piedras, dientes formidables, que muerden la nitidez del cielo. Da la sensación de que leyes imperiosas encadenaron en su forma una fuerza que, encarnada en inmovilidad absoluta, hoy se ha estremecido con salvaje vida, antes de la inevitable muerte.
Con la de Cheops, la pirámide de Chefren y la de Micerinos, forman dos espacios. Entre sus cumbres, el cielo, amortiguando la intensidad del color, aparece solemne, impregnándose de muda majestad que sube del desierto. Y bajo la bóveda, el horizonte tiene un amarillento vibrante, como si fuese encendido por el mar de arena. El sol, al acostarse en ese lecho, envuélvese en partículas de oro, y su resplandor, levantándose, es como un haz de rayos deshaciéndose en polvorientas centellas. La luz poco a poco purifícase, y es en lo alto más diáfana, aunque menos viva.
De los dos espacios entre las Pirámides, uno se lanza infinito a perderse en el desierto, y otro simula avanzar confundiéndose con la Esfinge. La atmósfera de ese fondo toca al coló-