so, le circunda, y en su deterioro de siglos, quiere, con cincel inmaterial y penetrante, volverle en un minuto su integridad antigua. El sol, al caer, vibra en las alas de su cabeza. Así, al despuntar de la aurora y al morir de la tarde, la Esfinge parece la cuna y el sepulcro del día.
El resplandor del horizonte palidece y ella cobra una inmovilidad más profunda. Su nariz no se divisa ya. La pata derecha, enorme, que aun surge, se envuelve en la sombra, y la izquierda se hunde en la arena. Tal se sienta, en su desolación, sobre la infecundidad que no admite un grano de trigo, y sobre la sombra que habla del misterio de la muerte. Los ojos viven en las vagarosas cuencas, y las pupilas flotan en dos lagos profundos, donde el pensamiento se abisma, mientras se borra la indefinible y dulce sonrisa de sus labios.
Nunca estatua alguna tuvo pedestal más grandioso ; pero jamás tampoco obra de hombre respondió mejor al escenario. Ha perdido casi todo aquel matiz rojizo que cuenta Próspero, y que la animaba cual si la aurora estallase en sus venas ; su nariz está rota ; su cuerpo colosal hay que adivinarlo en su informe masa descantillada. A veces se la cree un fabuloso esqueleto y ni la hiedra piadosa, atavío de las ruinas, le ofrece su melancólico encanto. No importa, (puédanle