intactas : la frente, un templo ; los ojos, una lámpara ; la sonrisa, una flor del alma invisible, y su materia, como la arquitectura de la Jerusalén Celeste, está viva, porque tiene inteligencia.
Es un peñasco convertido en león con todos los vigores de la naturaleza. Si se piensa que un árbol debía de acariciarlo con su ramaje, se evoca el más alto cedro del Líbano. En tanto, el felino que clava sus garfios en el roqueño asiento, yergue su cabeza humana que tiene en los ojos el triunfo de un alma. Por eso la robustez del tronco y la sonrisa de la flor refléjanse en su vida. En su historia se funden el rayo puro de sol y el limo cenagoso transformado en savia. Y si su cuerpo es digno de la sombra de un centenario cedro, su rostro hace que se le desee la de una flexible juvenil palmera.
La bóveda sigue ennegreciéndose y oprime en el límite del desierto el fulgor del horizonte, que, en vez de apagarse, reconcentrado refulge. Entonces las Pirámides avanzan y la Esfinge retrocede, y violentamente esculpida, se destaea como un espectro del crepúsculo. Su cabeza domina ; los mastabas, atrás, al borrarse, abrigan la desolación del yermo. Y ella, al perfilarse entre las Pirámides, que netas en el postrer morí-