de su triunfo. Vedlos con sus dobles coronas enlazadas, el ureus enroscándose en la frente, el cetro en la mano, la cruz de la vida en el cinturón, símbolos del poderío magnificado. No es nada extraño que, en vez de animarles con su espíritu, el faraón sintiese su influencia. Así, Ramsés, con una ola de soberbia, entre las nubes de incienso y los cantos de los sacerdotes y el homenaje de los pueblos esclavos, se levantaba por sobre los afectos y movimientos del hombre, sintiéndose cual los colosos, impasible, inmortal y divino.
Desde este patio se ve una galería de columnas. Para llegar a ella hay que pasar por entre dos estatuas que tienen a sus costados a la reina esposa, Nefertari, y a sus hijas ; la una es de granito sonrosado, perpetuando así la resurrección de un alba de gloria sobre una noche de muerte.
Los fustes de esas columnas son una sola palmera monumental, cubierta de bajos relieves. Los capiteles se forman de lotos abiertos en todo su esplendor. El aire purísimo, inalterable, de los lagos del cielo, parece producirlos en piedra. Los envuelve, los pule, los destaca ; les presta casi un acento del azul de la flor primitiva que hizo concebir la fuerza de tales moles, llena de gracia en la quietud de los estanques.