recibe la luz por un agujero perpendicular a su aureola. La sala es sombría, y el cielo aparece en el plafón como encendiendo en la pequeña abertura una antorcha con llama de zafiro. La fisonomía del ídolo se esculpe en la luz — luz espectral, — y se ennoblece derramando un penetrante misterio. Así debía brillar Isis con su inscripción : «Sé todo lo que ha sido, es y será. Ningún mortal ha levantado el velo que me cubre.» Salimos, dejando el templo pronto a hospedar el fantasma de un faraón, anhelante por sentir sobre su frente la mano del dios, que comunicaba el Sa, fluido engendrador de la vida.
Después de un buen trozo de camino, damos en las murallas de Ramsés II, valla de las construcciones más imponentes. Cortan el cielo bloques erizados, y, en los lienzos que componen, surge esculpido el poema de Pentaur. Allí se relata la victoria de Kodshu, no en lenguaje oficial, sino en habla poética, con acento épico. Ramsés, aislado de su ejército, invoca entre sus enemigos a su padre Amón : el dios responde a su patético llamamiento. El príncipe Manna, fiel escudero, combate a su lado, en compañía del león, que bajo la influencia celeste centuplica el vigor de su garra. Y así, el faraón, en compañía de un solo hombre y de su felino, lo-