sido abiertos solamente en nuestros días. Más de una vez, espectáculos curiosos sorprendieron a los exploradores, y no es el menor el de encontrar en las galerías las últimas pisadas de aquellos que hace tres mil quinientos años sellaron los sarcófagos. Más de un moderno europeo desvióse de los dibujos de esos pies en el polvo, temiendo borrarlos, con una emoción que no produce la vista de una pirámide. Y al violar los hipogeos, en una de esas invasiones de la luz, del aire, de la vida de afuera, alguien vio estremecerse al pie de una estatua el polvo de unas flores, y cuando pensativo lo tomó en sus manos, otro soplo le llevó de la palma, con los cálices muertos, el cadáver de una abeja...
Asombran estas cámaras sepulcrales, con las bellezas de su decoración, correspondientes al lujo de los vasos, de las joyas, de los amuletos, de las vestiduras, que se enterraban con la momia. Cada rey edificaba, al mismo tiempo, su palacio y su tumba, o por mejor decir, dos palacios, el de la vida y el de la muerte. Y los egipcios daban a éste más hermosura, con el pensamiento de que en el iluminado por el sol pasábanse las horas fugitivas, y en el subterráneo las eternas.
Entre esos bajos relieves y pinturas, donde la vida ultraterrestre desfila, con todas sus in-