entre los muros de los turcos, edificados con piedras egipcias por conquistadores árabes, vemos los rojos uniformes de los ingleses. Y mañana serán otros, y siempre con llos, los mismos sentimientos, iguales instintos, ideas semejantes, en acción monótona a fuerza de ser invariable. Por eso, estas piedras seculares, viejas como la tierra, no tienen la ilusión de creer, cual nosotros, que hay un mundo moderno diverso del antiguo, y al sentir que la vida no cambia, aunque se renueve, su gris de duelo es la expresión de un irredimible hastío.
En lo alto de la Ciudadela, el sepulcro de Mehomet-Alí, matador de los Mamelucos, se alza en medio de una mezquita, que el pueblo llama de alabastro. El epíteto no es una usurpación. El templo tiene un resplandor fluido, surgente de sus muros, con matices nacarados, en que leves reflejos engendran furtivos iris que se estampan al fin triunfantes en las vidrieras de colores. Sobre las bóvedas, los mosaicos se dibujan en la luz con estallido de flores tropicales. El espectáculo maravilla y no seduce. Esta riqueza tiene algo de chocante, y cuando se busca el sentimiento religioso que la inspira y la transforma en templo, surge cual sus lámparas, que carecen de mechas encendidas y brillan al sol, sin adquirir una llama de vivificante misterio.