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Estas matanzas, en la historia de Oriente, son las fiestas de su teatro, y la imaginación popular hace siempre nacer flores de leyenda de la sangre de las revueltas, que al menos así es fecunda. Aquí en la Ciudadela, cuando los Mamelucos fueron ultimados, se salvó Emín saltando por una brecha. Y a los que oyeron el relato de boca de sus abuelos, ¿cómo negarles que era un verdadero hipogrifo, bajo las alas invisibles del ángel guerrero, el caballo en que saltó los fosos describiendo una parábola fantástica?... Dicen los historiadores que las piedras de la Ciudadela las recogió Saladino haciendo destruir las pequeñas pirámides de la loma de Guizeh. Los mastabas fueron profana- dos, y las cenizas de los faraones dispersas en el viento. Las piedras de las tumbas, cansadas de asilar apaciblemente la muerte, se convirtieron en torres para engendrarla. Desde entonces, su historia es una mezcla de crímenes, conjuraciones y guerras extranjeras y civiles. Para dominar la Ciudadela amenazante, los cerros del Mokatan se yerguen fortificados. Desde las barbacanas pueden verse sus cañones, y por sobre sus cumbres y sus hombres están las nubes con el rayo. La destrucción en la tierra y en el espacio se presenta de pronto, así, como constante anhelo de los seres y las cosas. Hoy,