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LA LLUVIA DE FUEGO

En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo. Ahito de mujeres y un poco gotoso, en punto á vicios amables nada podía esperar ya sino de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he dicho, ya comprenderéis que aborrecía á los hombres.

¡Diez años me separaban de mi última orgía! Desde entonces, entregado á mis jardines, á mis peces, á mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes muy calurosas, un paseo á la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo.

La vasta ciudad libertina, era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres. Escasos amigos; breves visitas; largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos ó tres ataques de gota por año...

Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin elogio, dos ó tres salsas de mi invención. Esto me daba dere-