crótalos de bronce, cobertores de un tejido singular que producía el insomnio y el deseo. Cobertores cuya abolición habían pedido infructuosamente los ciudadanos honrados. Pues mi ciudad sabía gozar, sabía vivir.
Al anochecer recibí dos visitas que cenaron conmigo. Un condiscípulo jovial, matemático cuya vida desarreglada era el escándalo de la ciencia, y un agricultor enriquecido. La gente sentía necesidad de visitarse después de aquellas chispas de cobre. De visitarse y de beber, pues ambos se retiraron completamente borrachos. Yo hice una rápida salida. La ciudad, caprichosamente iluminada, había aprovechado la coyuntura para decretarse una noche de fiesta. En algunas cornisas, alumbraban perfumando, lámparas de incienso. Desde sus balcones, las jóvenes burguesas, excesivamente ataviadas, se divertían en proyectar de un soplo á las narices de los transeuntes distraídos, tripas pintarrajeadas y crepitantes de cascabeles. En cada esquina se bailaba. De balcón á balcón cambiábanse flores y gatitos de dulce. El césped de los parques, palpitaba de parejas...
Regresé temprano y rendido. Nunca me acogí al lecho con más grata pesadez de sueño.
Desperté bañado en sudor, los ojos turbios, la garganta reseca. Había afuera un rumor de lluvia.