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LA LLUVIA DE FUEGO

Buscando algo, me apoyé en la pared, y por mi cuerpo corrió como un latigazo el escalofrío del miedo. La pared estaba caliente y conmovida por una sorda vibración. Casi no necesité abrir la ventana para darme cuenta de lo que ocurría.

La lluvia de cobre había vuelto, pero esta vez nutrida y compacta. Un caliginoso vaho sofocaba la ciudad: un olor entre fosfatado y urinoso apestaba el aire. Por fortuna, mi casa estaba rodeada de galerías y aquella lluvia no alcanzaba á las puertas.

Abrí la que daba al jardín. Los árboles estaban negros, ya sin follaje; el piso, cubierto de hojas carbonizadas. El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización mortal; y por entre aquéllas, se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste.

Llamé, llamé en vano. Penetré hasta los aposentos famularios. La servidumbre se había ido. Envueltas las piernas en un corbertor de biso, acorazándome espaldas y cabeza con una bañadera de metal que me aplastaba horriblemente, pude llegar hasta las caballerizas. Los caballoss habían deaparecido también. Y con una tranquilidad que hacía honor á mis nervios, me di cuenta de que estaba perdido.

Afortunadamente el comedor se encontraba lle-