hedor del incendio. No quedaba otro remedio que salir; y luego, todo, todo era preferible á morir asfixiado como una alimaña en su cueva.
A duras penas conseguí alzar la tapa del zótano que los escombros del comedor cubrían...
...Por segunda vez había cesado la lluvia infernal. Pero la ciudad ya no existía. Techos, puertas, gran cantidad de muros, todas las torres, yacían en ruinas. El silencio era colosal, un verdadero silencio de catástrofe. Cinco ó seis grandes humaredas empinaban aún sus penachos; y bajo el cielo que no se había enturbiado un momento, un cielo cuya crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad, muerta, muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver.
La singularidad de la situación, lo enorme del fenómeno, y sin duda también el regocijo de haberme salvado, único entre todos, cohibían mi dolor reemplazándolo por una curiosidad sombría. El arco de mi zaguán había quedado en pie, y asiéndome de las adarajas pude llegar á su cima.
No quedaba un solo resto combustible y aquello se parecía mucho á un escorial volcánico. A trechos, en los parajes que la ceniza no cubría, brillaba con un bermejor de fuego, el metal llovido. Hacia el lado del desierto, resplandecía hasta per-