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consoladora y un recuerdo de lo pasado, del tiempo en que oi esos acentos, de los áridos intervalos de aflicciones y malogradas esperanzas, y entonces...

Anduve dando vueltas por el cuarto; el corazón se me ahogaba de congoja... «Por Dios—prorrumpi, encaminándome a ella con vehemencia—; por Dios, cese usted... Paróse, miróme desencajadamente.

Werther—dijo con una sonrisa que me llegó al alma—, Werther, usted está muy malo, puesto que su manjar tan regalado le vuelca. Salga usted, se lo suplico, y sosiéguese.» Me arrojé de allí, y...

¡Dios mio, tú estás viendo mi desdicha y la remediarás!

6 de diciembre.

¡Cómo me persigue su estampa! Despierto o 80ñando me tiene embargada toda el alma. Aqui, cuando cierre los ojos, aqui, en el entrecejo, donde se encuentra mi intima potestad visual, están clavados sus azabachados ojos. Aquí... no acierto a expresarlo. Desencajo mi vista, y ahí los veo, como un océano, como un abismo, ante mí, en mi, asombrando a todas mis potencias.

¿Qué viene a ser el hombre, el decantado semidiós? ¿No carece del vigor, que le es más indispensable? Y ya se encumbre en sus regocijos o se aterre en sus quebrantos, ¿no tiene igualmente que proceder a ciegas y ensimismarse yertamente, cuando quisiera engolfarse sin término en el piélago pavoroso de la eternidad?