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ther, con enlace tan estrecho, que se encarnaron en toda su esencia. El asiento de su espiritu fué al través; un ardor y un vaivén interno, que estragaban a porfía sus potencias, acarrearon unos efectos encontrados, y por fin vinieron a parar en una postración, contra la cual forcejeaba más desesperadamente, que había antes batallado con un sinnúmero de quebrantos. Su congoja entrañable destroncaba la pujanza de su espiritu, su travesura y su agudeza, terciaba adustamente en el trato, siempre desdichado y siempre descomedido, al par que iban a más sus desventuras. A lo menos esto dicen los amigos de Alberto: afirman que Werther no supo juzgar a aquel hombre pundonoroso y apacible, que, habiendo por fin conseguido la dicha tanto tiempo ansiada, se afanaba en conservarla para lo venidero; Werther, en cambio, consumía por la mañana su tesoro, para luego hambrear y padecer por la noche. Alberto, dicen, nada varió en aquella breve temporada; antes permaneció el idéntico, a quien Werther, desde su llegada, no cesó de apreciar y respetar.

Queria a Carlota ante todo, se engreía con ella, y gustaba de que todos la reconociesen como preciosidad incomparable. ¿Era posible considerarie culpable si, aun queriendo desechar todo asomo de recelo, no gustaba de compartir con nadie la excele cia que atesoraba, ni aun en los términos más en tes? Añaden que. en estando Werther, Alberto solia salirse de la estancia, no por encono o antipatia con su amigo, sino porque habia echado de ver que su presencia le ataba.