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es la despedida, Werther; no me verá usted más.» Y, con un mirar intenso de pasión y de lástima, corrió atropelladamente a encerrarse en el cuarto inmediato. Werther, con los brazos tendidos, no se arrestó a detenerla. Sentóse en el suelo, recostando la cabeza en el canapé, y asi permaneció como media hora, hasta que cierto rumor le hizo volver en sí. Era la doncella, que iba a cubrir la mesa. Paseóse por el cuarto, y, viéndose otra vez solo, se fué a la puerta del gabinete, y, con voz muy queda, llamo: «¡Carlota! ¡Carlota! Siquiera una palabra, un adiós...» Calló... Esperó él, y suplicó, y esperó todavía... Al fin marchose, exclamando: «¡Adiós, Carlota! ¡Adiós para siempre!» Fuése a la puerta del pueblo; la guardia, que lo conocía, le franqueó la salida; forcejeó con la lluvia y la nieve, y volvió a las once. El criado reparó que su amo volvía a casa sin sombrero. No se atrevió a decirselo, y, al desnudarlo, vió que estaba todo empapado. Hallóse después el sombrero en una peña, a la falda del cerro que inira a la vega; y no se alcanza cómo en una noche tan lóbrega y lluviosa acertó a volver sin tropiezo.

Acostóse, y durmió un rato. A la madrugada, el mozo, al entrarle el café que había pedido, le encontró escribiendo lo que sigue, en forma de carta, a Carlota:

«Por despedida, pues; por despedida, abro los ojos; ya no han de ver más el sol; yacen encapotados tras un toldo revuelto. Enlútate, Naturaleza, puesto que este tu hijo, tu amigo y tu amante está asomado al