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en mis labios aquel sobrehumano fuego que despedían los tuyos... Me ama, si, me ama... Nueva y fogosa delicia riega mis entrañas... Perdona, perdona.

Sabía yo que me correspondías; súpelo desde tu primera mirada del alma, desde el primer estrechón de mano; sin embargo, al hallarme lejos de tu lado, al ver a Alberto junto a ti, zozobré con vaivenes calenturientos.

¿Recuerdas aquellas flores que me enviaste cuando allá en la aciaga concurrencia no tuvimos arbitrio para hablarnos y darnos la mano? Pasé medianoche arrodillado ante el ramillete, que era el sueño de tu cariño. Aquellas impresiones, ¡ay de mi!, ya volaron, como el agradecimiento a las finezas de su Dios se suele borrar del alma de los creyentes, cuando llegan a disfrutar las muestras palpables de la bienaventuranza.

Todo eso es pasajero, pero ni la misma eternidad alcanzará a desvanecer la vida intensísima que disfruté ayer en tus labios, y que estoy todavía paladeando... Me ama... Estos brazos la estrecharon, estos labios se desalaron sobre los suyos, y esta boca tartamudeó contra la suya. Ella es mia... Si, Carlota, mía eres para siempre.

¿Y qué sirve que Alberto sea tu consorte? ¡Consorte!... Lo será para este mundo; y para este mundo peco amándote, y queriendo arrebatarte de sus brazos a los mios... ¿Pecado? Corriente; y allá va mi castigo; ya he gustado con toda la plenitud de la bienaventuranza ese pecado, empapando todo mi corazón en el bálsamo y la pujanza de la vida. Tú,