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»Es hacerme participe de la dicha el morir por ti, por ti, Carlota, rendirme en holocausto. Moriria ani—moso, moriría placentero, con tal que pudiera restablecerse el sosiego y el júbilo de tu vida. Pero ¡ay!

quizá no ha cabido en suerte a muchos héroes el derramar la sangre por los suyos, y con tal sacrificio acarrearles una nueva y centuplicada vida.

»Con esta ropa, Carlota, quiero ser enterrado; quedó santificada con tu contacto, y asi se lo suplico también a tu padre. Mi alma vuela ya en torno del ataúd. No hay que registrar mis bolsillos. Aquellos lazos rojizos que llevabas al pecho, la primera vez que te vi con los niños (bésalos mil veces, y participales la suerte de su desventurado amigo, los preciosos del alma siempre me bullen al derredor; ¡cómo me aferré desde el primer momento en que no podía desviarme de ti!)... estos lazos se han de sepultar conmigo; ¡me los enviaste en mi cumpleaños! ¡Cómo me empapaba en tales logros!... ¡Ay de mí! No soñaba que tendría este paradero... Paz, paz, te lo suplico.

»Ya están cargadas... ¡las doce!... Ea, pues... ¡Carlota, Carlota, adiós, adiós!» Un vecino vió el fogonazo y oyó el estallido; pero, como todo permanecía sosegado, no paró más la atención.

Por la madrugada, a las seis, entró el criado con luz; halló a su amo en el suelo, la pistola y la sangre. Lo llamó, lo afianzó, no respondia; pero aun le seguía el ronquido. Corrió en busca de facultativos