tros queridos del alma. Al desviarme anoche de ti al atravesar tus umbrales, los tenía enfrente. ¡Con qué embeleso los contemplé miles de veces, y con las manos tendidas les tomé por nortes para encaminarme a mi bienaventuranza!, y todavia... ¡Oh Carlota!
¿Qué habrá que no me recuerde a ti? ¿Dónde no me estás presente? ¿No he estado, a manera de niño, arrebatando para mi desaladamente cuantas fruslerias hubieres llegado a tocar?
»Adorado retratillo: allá te lo devuelvo por vía de manda, y te suplico que lo custodies. Miles y miles de besos estampaba en él, y miles de saludos le rendia al salir y al volver a casa.
»Ruego al padre por medio de una esquelilla que se sirva resguardar mi cadáver. En el atrio de la iglesia, a la esquina que mira al campo, hay dos tilos, a cuyos pies anhelo descansar. Puede, y no dejará de hacerlo por un amigo, y más si tú se lo recomiendas. No trato de pedir a los fieles cristianos que coloquen sus restos junto a los de un triste desventurado. ¡Ay!, quisiera que se me enterrase en un camino o en un valle solitario, para que sacerdotes y levitas pasasen de largo con sus bendiciones, y los samaritanos derramasen alguna lágrima.
Aqui estoy, Carlota, no me estremezco al empuñar el yerto y pavoroso cáliz, en el cual voy a beber el sueño de la muerte. Tú me lo brindas, y no me emperezo. Aqui se cifra todo, y así se cumplen todos los anhelos y esperanzas de mi vida. Tan sereno y tan erguido descargo el aldabazo sobre la puerta herrada de la muerte.