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¿cuál es el sujeto tan comedido en su destemplanza, que se la reserve y la sobrelleve a solas, sin que trascienda a sus inmediatos? ¿Y no es más bien allá cierta desazón por nuestra propia indignidad, un menosprecio a sí mismo, que se da la mano con la envidia, aguijoneada por una vanidad frenética?

Estamos viendo hombres dichosos a quienes no proporcionamos dicha, y esto nos es intolerable.» Carlota se me sonrió porque echó de ver mis impetus, y alguna lágrima en los ojos de la novia me espoleó para seguir. ¡Ah de aquellos—dije—que echan el resto contra un corazón que dominan, para arrebatarle los sencillos logros que le brotan de suyo! Todos los regalos, todos los mimos del orbe, no equivalen a un momento de complacencia intima que nos acibara el descomedimiento envidioso de un tirano.> Mi pecho rebosaba en aquel punto, y el recuerdo de varios lances agolpándoseme a porfia, me asomó el llanto a los ojos.

«¡Si cada cual—exclamé— se dijera todos los días:

lo más que puedes hacer por tu amigo es dejarle disfrutar de su ventura y aumentarla compartiendo su goce! ¿Está en tu mano, cuando toda su alma yace traspasada de quebranto y yerta con el fracaso, embalsamarla con una gota de alivio?» Y cuando la postrera dolencia está acosando a la criatura despavorida, a quien ajaste sus floridos días, y que, postrada y desfallecida, alza sus ojos insensibles al cielo, con trasudores mortales, que demudan su frente macilenta, y, entretanto, junto a su lecho, estás como un reo con el entrañable que-