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no es dueño de sí mismo, ni mucho menos capaz de avasallar sus propios arranques. «Aqui se trata—insistí—de arranques desapacibles, a los que cada cual se goza en sobreponerse, y nadie sabe hasta dónde alcanzan sus brios, si no lo experimenta. Seguramente, el enfermo anda preguntando a todo facultativo, y se conforma con paladear la pócima más infernal, a trueque de recobrar su anheladasalud.» Adverti que el respetable anciano estaba con tanto oido ansiando terciar en nuestro coloquio, y esforcé la voz encarándome con él. «Se está predicando—dije—contra infinitos vicios, y no ha llegado a mi noticia de que le haya cabido también su descarga, desde el púlpito, al mal humor[1].—Eso corresponde—dijo—a los curas de la ciudad, pues el mal humor jamás tiene cabida con los campesinos.—

Alguna vez, sin embargo, no dejaría de ser provechoso, aunque no fuese más que por su consorte y el señor Apoderado. Todos, y especialmente él mismo, dispararon la carcajada, hasta que le asaltó la tos, y nos interrumpió el habla por un rato. Luego volvió a tomarla el novio: «Ustedes califican el mal humor de vicio; no es para tanto.—Mucho—le contesté—; pues aquello que daña a sí mismo y a sus inmediatos merece ese nombre. ¿No basta el que dejemos de favorecernos mutuamente, sino que hemos de ir a defraudarnos de aquella dicha que cada pecho puede a veces atesorar en sí mismo? Y a ver,


  1. Tenemos en el día una plática excelente de Lavater sobre este punto, entre las del libro de Jonás.