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apiñaban entonces. Cuando miro al cielo con lágrimas dolientes, y anhelo que pueda contemplarme desde allí un momento, y ver cómo cumplo la palabra que le di en el trance de su fallecimiento, de hacer las veces de madre, cuán intensamente exclamo: perdonadme, adorada mia, si no soy para los niños lo que erais para ellos... hago, sin embargo, cuanto puedo; están vestiditos y alimentados, y lo que supone más que todo, educados y queridos. Si pudieras ver nuestra hermandad entrañable, madre sobrehumana, alabarias a Dios con el mayor ahinco de haberle pedido con tus últimas y amargas lágrimas el bienestar de tus niños....

Esto dijo, Guillermo, y ¿quién acertará a repetir lo que dijo? ¿Cómo pueden renglones yertos y exánimes retratar aquella flor celeste de su espíritu?...

Medió apaciblemente Alberto, y le dijo: «Eso os conmueve en demasía, querida Carlota; sé que ese alma está a toda hora clavada en tales especies, y asi suplico... —¡Oh Alberto!—exclamó—, me consta que no has olvidado aquellas tardes cuando estábamos sentados en torno de la mesita redonda, mientras el padre estaba de viaje y los niños ya acostados. Solias tener algún buen libro, y por maravilla te avenias a leerlo... —¿El trato de aquella alma sobrehumana no valía más que todo? ¡Qué señora más bella, apacible, gozosa y siempre activa! Sabe Dios cuántas fueron mis lágrimas, derramadas en el lecho, para que se dignase hacerme su semejante.

—Carlota—exclamé, arrojándome a sus plantas y asiéndole la mano, bañándola con lágrimas a milla-