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—Werther—prosiguió—: ¡y aquella mujer hubo de morir! ¡Ay Dios! ¡Cuando cavilo cómo el hombre pierde lo mejor de su vida! ¡Y sólo los niños, que se apesadumbran tanto, se estuvieron lamentando de que los hombres negros les habian robado a su mamá!...

En esto se levantó, y aunque vuelto en mí y conmovido, la tenia de la mano. «Vamos—dijo—que ya es hora.» Quiso desasirse de mi mano, y yo se la afiancé de nuevo. «Nos hemos de ver—exclamé—, nos hemos de hallar, y siempre y bajo todos los aspectos nos hemos de conocer. Voyme—dije voluntariamente—, y aun cuando yo dijese para siempre no lo cumpliria. Adiós, Carlota; adiós, Alberto. Nos veremos. —Supongo que mañana—contestó ella chanceando.» —Se me encarnó aquel mañana. ¡Ay! No sabía cuándo desprendió su mano... Marcháronse arboleda arriba; paréme, los vi a la claridad de la luna, me arrojé al suelo, lloré, gemi, levantéme, subi al terrado, y vi aun allá, entre la sombra de los empinados tilos, aquel vestido blanco resplandecer por las verjas del jardin; tendi desaladamente los brazos... y desapareció.