nes de oro rojo, de cuyas fauces brotaba un chorro de agua que semejaba de perlas y pedrería. En torno veíanse numerosos pájaros, pero no podían volar fuera del palacio por impedírselo una gran red tendida por encima de todo. Y el rey se maravilló al ver aquellas cosas, aunque afligiéndose por no encontrar á alguien que le pudiese revelar el enigma del lago, de los peces, de las montañas y del palacio. Después se sentó entre dos puertas, y meditó profundamente, Pero de pronto oyó una queja muy débil que parecía brotar de un corazón dolorido, y oyó una voz dulce que cantaba quedamente estos versos:
¡Mis sufrimientos ¡ay! no he podido ocultarlos, y mi mal de amores fué revelado!... ¡Y ahora el sueño se aparta de mis ojos para convertirse en insomnio constante!
¡Oh amor! ¡Viniste al oir mi voz, pero cuánta tortura dejaste en mis pensamientos!
¡Ten piedad de mí! ¡Déjame gustar del reposo! ¡Y sobre todo, no vayas á visitar á Aquella que es toda mi alma, para hacerla padecer! ¡Porque Ella es mi consuelo en las penas y peligros!
Cuando el rey oyó estas quejas amargas, se levantó y se dirigió hacia el lugar de donde procedían. Llegó hasta una puerta cubierta por un tapiz. Levantó el tapiz, y en un gran salón vio un joven que estaba reclinado en un gran lecho. Este joven