fuego, hasta que al fin brotaron unas chispas negras que subieron hacia su pecho. Y cuando el fuego le llegó á la cara, lloró, y luego dijo: «¡Afirmo que no hay más Dios que Alah, y que Mohamed es su profeta!» No bien había pronunciado estas palabras, la vimos convertirse en un montón de ceniza, próximo al otro montón que formaba el efrit.
Entonces nos afligimos profundamente. Gustoso habría yo ocupado su lugar, antes que ver bajo tan mísero aspecto á aquella joven de radiante hermosura que tanto quiso favorecerme; pero los designios de Alah son inapelables.
Al advertir el rey la transformación sufrida por su hija, lloró por ella, mesándose las barbas que le quedaban, abofeteándose y desgarrándose las ropas. Y lo propio hice yo. Y los dos lloramos sobre ella. En seguida llegaron los chambelanes, y los jefes del gobierno hallaron al sultán llorando aniquilado ante los dos montones de ceniza. Y se asombraron muchísimo, y comenzaron á dar vueltas á su alrededor, sin atreverse á hablarle. Al cabo de una hora se repuso algo el rey, y les contó lo ocurrido entre la princesa y el efrit. Y todos gritaron: «¡Alah! ¡Alah! ¡Qué gran desdicha! ¡Qué tremenda desventura!»
En seguida llegaron todas las damas de palacio con sus esclavas, y durante siete días se cumplieron todas las ceremonias de duelo y de pésame.
Luego dispuso el rey la construcción de un gran sarcófago para las cenizas de su hija, y que se en-